
Este primer domingo de Cuaresma os prongo una actividad diferente, salir del centro y visitar una de las iglesias más curiosas de Roma: la Basílica de Santa Croce in Gerusalemme. La iglesia se alza en el mismo lugar donde estaba el palacio de Elena, la madre del emperador Constantino, el mismo que, tras su conversión, hizo del cristianismo la religión oficial de Roma y el imperio.
No fue ajena a todo ello su madre, Elena, cristiana de origen britano que fue personalmente a los lugares donde vivió Jesús y trajo consigo numerosas reliquias, entre ellas, el leño de la cruz que veneraban los cristianos en Jerusalen. Percisamente para albergar esas reliquias ordenó construir la iglesia de Santa Croce, donde todavía se siguen venerando.
¿Es la misma cruz en que murió Jesús? ¿Son los clavos o las espinas con los que fue atormentado? No lo sé... y no me importa: lo que es cierto es que si son falsificaciones, son también antiquísimas (al menos, del siglo III) y que su contemplación impone y sigue invitando a la reflexión. Yo soy muy poco amiga de este tipo de cosas, pero realmente en la iglesia de Santa Croce se respira un ambiente especial.
Dejando a un lado las cuestiones religiosas, la propia iglesia en sí tiene un valor indudable. Aunque apenas quedan restos de las construcciones primitivas, y el edificio, con capillas renacentistas y barrocas, alberga grandes obras: mosaicos renacentistas, frescos de Melozzo da Forli, pinturas de Rubens o Corrado Giaquinto, esculturas barrocas... y un suelo espectacular.
El conjunto se completa con un orto monastico, la huerta del convento, alojada en el interior de los restos del antiguo anfiteatro castrense,que hoy cultivan los monjes, en un ejemplo de agricultura biológica: es posible visitarlo, y también comprar mermeladas, dulces... elaborados con los frutos de esta huerta.
Si tenéis tiempo, merece la pena subir al Esquilino y visitar esta zona, aledaña a las murallas aurelianas. No os dejará indiferentes.